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 | Por Bach H. Nguyen, Instituto de Liderazgo Ministerial Generación ‘19

Gracia A Través de Covid

Siendo una persona llena de los frutos del Espíritu Santo, mi mamá sabía alimentar la esperanza. Mientras crecía, nunca vi a mi mamá quejarse de nada. Si ella personifica la esperanza, entonces mi papá sería la alegría. Papá siempre estaba lleno de la alegría del Año Nuevo, Tết. Su sonrisa podía iluminar el mundo entero. Cada vez que mi papá estaba en casa, escuchábamos sus historias, y nuestro silencio en trance a menudo se rompía con carcajadas.

Ellos eran mi mamá y mi papá. Ellos supieron derramar esperanza y alegría en mi corazón joven. Aún más importante fue su legado de fe. No discutieron su fe tanto como vivieron su fe. Sus ejemplos grabaron en mi corazón y mente la forma de ser constante y fiel a Dios, pase lo que pase.

Mi fe se puso a prueba en los días más oscuros de la primavera de 2020 cuando la epidemia de COVID se elevó como un maremoto desde el Mar Rojo, tratando de borrar el mundo. La gente a mi alrededor se estaba enfermando. Algunos sobrevivieron. Algunos no lo lograron, incluida una de mis amigas cercanas, Annie, una feligresa de St. Lucy.

A principios de COVID, durante marzo de 2020, cuando aún no existían las pruebas y vacunas de COVID, el virus se convirtió en una nueva lepra que dividió al mundo entre los 'impuros' y los 'limpios'. Se les aconsejó que hicieran cuarentena en casa. Esto fue cierto para mí cuando contraje COVID. Yo tenía una enfermedad debilitante similar a la gripe. Sola en casa, no tenía apetito, y simplemente arrastrar los pies desde mi cama hasta la puerta de mi recámara era una tarea hercúlea.

Los vietnamitas tienen un proverbio sobre la muerte: “Nacer es precioso pero morir es volver a casa (Sinh quí tử qui).”  Sentí que me moría, pero milagrosamente, por medio de la gracia, no tuve miedo sino que me llené de paz. Oré a Dios y le dije que estaba lista para irme a casa. No me preocupaba nada mundano, ni siquiera mis tres amados hijos. A través de la gracia, podía aceptar que si se me acababa el tiempo, obedecerá.

Afortunadamente, me recuperé y la misma gracia que me había dado paz durante el COVID  también me permitió ver las bendiciones ocultas de Dios. Cuando las iglesias de todo el mundo cerraban sus puertas, cuando los hospitales se quedaban sin camas, las funerarias se quedaban sin ataúdes, los mercados sin comida y mi despensa estaba casi vacía, aún encontraba gracia en mis oraciones, en mi creencia en Dios que es Amor y Misericordia.

El primer regalo que percibí fue el tiempo, que vino como un rayo de luz en torno a las penas de la pandemia. Por primera vez en mi vida adulta, ¡tenía tiempo a montones! Al principio, compartía programas de Netflix y jugaba Mahjong en línea. Sin embargo, pronto pude ver que la pandemia duraría mucho más de lo que jamás podría imaginar.

Para no desperdiciar este regalo, decidí dedicar tiempo a nutrir mi fe. Empecé a leer más la Biblia cada día, al principio solo pero luego por teléfono con un amigo. También comencé a rezar el rosario todos los días, por teléfono, con otro amigo. Más de dos años después, aún continuamos con esta práctica.

La segunda y mayor gracia que recibí del COVID fue el anhelo de recibir nuevamente el Cuerpo de Cristo. Después de mi enfermedad, mi apetito no volvió, pero mi anhelo por el cuerpo de Cristo se intensificó. Pasé de asistir a Misa en línea a Misa en el estacionamiento donde finalmente pude recibir la Eucaristía a través de la ventanilla del automóvil.

A principios del otoño, en el patio de la parroquia de Santa María Goretti, mi primera misa en persona fue en vietnamita.  Ahí sentada en mi silla que traje de casa, en esa misa, en ese jardín, sentí la gracia eterna e infinita de Dios; sentí la gracia de la acción de gracias. Aunque nos sentamos a seis pies de distancia, éramos una iglesia.

Ese día, bajo la sombra de los árboles, cuando la brisa agitó la hierba, sentí como si fuera el soplo de Dios, del Espíritu Santo, tocando mi alma. La alegría del Tết de Año Nuevo de mi padre había regresado. Vuelvo a llenarme de la esperanza de mi madre. Ha llegado el momento de que vuelva a juntar mis manos, orando por la paz en el mundo y dando gracias a Dios en lo alto por bendecirme con Su gracia en una temporada de dolor.